Buenos días a todos. Quiero comenzar por agradecer al Milken Institute, a todos los involucrados en la organización de este evento y personalmente a Michael Milken por hacer este encuentro posible. El Instituto Milken ha sido, durante décadas, una de las pocas organizaciones de inserción internacional que se ha mantenido incólume defendiendo los verdaderos principios del capitalismo y las ideas de la libertad, algo lamentablemente escaso en el mundo de hoy.
Hace algunos meses, me paré frente al mundo en el Foro Económico de Davos, y les transmití una profunda preocupación por el camino que Occidente ha tomado en los últimos años. Lo que dije en aquella presentación, que aparentemente fue muy comentada, es que Occidente está en peligro. Está en peligro porque sus líderes hace tiempo se alejaron de las ideas de la libertad, ideas que hicieron de Occidente la hazaña civilizatoria más importante de la historia humana. Y en vez de defender las ideas que generaron la prosperidad de la que todos aquí gozan, escuchan cantos de sirena que conducen inexorablemente al socialismo y en consecuencia a la pobreza. Les dije que lo sé a ciencia cierta, porque vengo de la Argentina, donde todo esto, tristemente, ya ocurrió a lo largo de los últimos cien años.
En algún sentido, los argentinos somos profetas de un futuro apocalíptico que ya hemos vivido. Todas estas discusiones de hoy, basadas en supuestos deseos bienpensantes de querer ayudar al prójimo, basadas en una idea errónea acerca de la naturaleza y la función del estado, sostenidas por teorías económicas que han sido largamente refutadas por los datos y la empiria, nosotros los argentinos las vivimos hace cien años y lamentablemente fueron escuchadas. El resultado ya todos lo conocen. De tener el PBI per cápita más alto del mundo, a tener un país donde el 60% de la población es pobre.
Si bien la Argentina debe ser tal vez el caso más paradigmático en la historia del mundo occidental del fracaso de las ideas colectivistas, no es la excepción sino la regla. Siempre que se ha intentado, el socialismo ha sido un fracaso en lo económico, un fracaso en lo social, un fracaso en lo cultural y además, como es una filosofía que va en contra de la naturaleza humana, no han tenido otro mecanismo para implementarlo que asesinando a 150 millones de seres humanos.
Pero hoy no vengo aquí, a la Meca del Capitalismo, a hacer una crítica del socialismo, sino que vengo a hacer una defensa del capitalismo frente a ustedes, que son los verdaderos héroes de la historia del progreso de Occidente. Si bien hoy está sujeto a una crítica corriente, defender el modelo de la libertad realmente no es difícil, porque la relación directa entre la aplicación del capitalismo de libre mercado y la explosión de prosperidad que la humanidad ha vivido en los últimos 250 años es fácil de demostrar.
Si uno mira un gráfico de la evolución del crecimiento económico a lo largo de la historia de la humanidad, uno estaría viendo un gráfico con la forma de un palo de hockey: una función que se mantuvo constante durante el 90% del tiempo y se dispara exponencialmente a partir del siglo 19. O sea que desde el año 0 hasta el año 1800 aproximadamente, el PBI per cápita del mundo prácticamente se mantuvo constante, pero a partir del siglo XIX, y a raíz de la Revolución Industrial, el PBI per cápita no solo aumentó sino que lo hizo de forma exponencial, multiplicándose por 15 y generando una explosión de riqueza que sacó de la pobreza al 90% de la población del mundo, llegando al punto de que para el año 2020 solo el 5% de la población global vivía en la pobreza extrema.
Lejos de ser la causa de nuestros problemas, el capitalismo de libre empresa como sistema económico es la mejor herramienta que, como especie, hemos conocido para terminar con el hambre, la pobreza y la indigencia a lo largo y a lo ancho del planeta. Pero si bien el éxito del capitalismo es fácil de demostrar, lo que no es tan accesible para muchos es el contrafáctico, es decir, cuánto mejor estaríamos si el mundo hubiera adoptado masivamente el capitalismo desde el principio. Para tener una idea de lo que hubiera sido el mundo con el capitalismo desde el principio, vamos a hacer un pequeño juego mental.
Si uno mira la evolución de la economía global en los últimos 250 años, el PBI per cápita del mundo se multiplicó por 15. Es decir, el mundo que conocemos hoy, lo que llamamos progreso, es producto de haber adoptado el capitalismo de libre mercado en el último 5% de la historia de la humanidad.
Si uno proyecta ese mismo crecimiento exponencial hacia atrás, uno encuentra que si el mundo hubiera adoptado el capitalismo de libre mercado desde el principio, el PBI per cápita del mundo hoy sería 300 veces mayor de lo que es ahora, lo que significa que el PBI per cápita del mundo hoy estaría en 1.500.000 dólares. O sea que si el mundo hubiera adoptado el capitalismo de libre mercado desde el principio, hoy no habría un solo ser humano que viviera con menos de 30.000 dólares al año.
Como dije antes, tal vez el mejor ejemplo sea el ejemplo argentino. Nuestra historia entera es un testimonio de lo que puede ocurrir cuando se abandona el modelo de la libertad y se lo reemplaza por experimentos colectivistas. Cuando la Argentina sancionó y comenzó a aplicar su primera Constitución liberal, allá por el año 1860, tardamos solo 35 años en convertirnos en una potencia mundial. Pasamos de ser un país de bárbaros, a ser el primero de la historia humana en erradicar el analfabetismo, con un producto bruto interno total superior a la suma de Brasil, México, Paraguay y Perú juntos. Teníamos más tendidos de vías de tren que la suma de todos los países de Latinoamérica. Éramos comparados con Alemania, con Estados Unidos, y con Inglaterra. Y gente de todos los confines del mundo se escapaba de naciones que hoy envidiamos, y cruzaban el océano para buscar una oportunidad en nuestras tierras. Un capataz podía aspirar a que su hijo fuera productor. Un obrero a que su hijo fuera constructor. Un trabajador analfabeto a que su hijo tuviera estudios y pudiera tener un trabajo calificado. Se trató de una explosión de actividad comercial, productiva, de formación humana, demográfica y cultural con escaso parangón en la historia humana.
Pero en el pico de este proceso, bajo la premisa bienpensante de querer distribuir entre todos la riqueza producida, la dirigencia argentina comenzó a aplicar la mal llamada doctrina de la “justicia social”, que concibe que el Estado tiene que hacerse cargo de las infinitas necesidades de la gente. Una teoría que se pelea con la realidad porque, nos guste o no, las demandas son infinitas pero los recursos siempre son finitos. Producto de esta forma de entender la relación entre Estado y economía, se aumentó el gasto público de manera brutal. Para financiar esa expansión del gasto primero asfixiaron a los argentinos con impuestos. Cuando estos no alcanzaron, empezaron a quemar el stock de reservas acumuladas en nuestros años dorados. Cuando esto no alcanzó empezaron a tomar deuda. Y cuando ya nadie nos quería prestar porque nos habíamos convertido en el mayor defraudador serial de la historia, comenzaron a imprimir dinero de manera ilimitada.
Para que tengan dimensión de qué estamos hablando, desde el año 1949 la base monetaria en Estados Unidos se multiplicó 16 veces, mientras que en Argentina se multiplicó la astronómica cifra de 25 mil trillones de veces. No, no está mal el dato. Sí, es un número real, no lo estoy inventando. Lo repito: la base monetaria se expandió 25 mil trillones de veces.
Ese es el nivel de descalabro que pueden producir los políticos si se les permite desviarse de los principios básicos de la economía de mercado. Y este ciclo no lo vimos una vez sino una decena de veces. Se rompieron una y otra vez todas las reglas básicas de la economía, para sostener el afán de los políticos de gastar lo que no tenemos. Y como resultado natural de estas medidas, vimos cómo nuestros ciudadanos comenzaron a empobrecerse sistemáticamente, hasta caer al puesto número 140 del mundo en el ranking de PBI per cápita, habiendo llegado a multiplicar por 10 la pobreza tan solo en los últimos 50 años.
Por 100 años repetimos este patrón tóxico, amontonando experimento colectivistas sobre experimento colectivista. Y llegamos el año pasado a uno de los pisos más profundos de este ciclo, cuando asumimos el gobierno y encontramos una situación tan crítica que, de continuar todo como estaba, la economía se encaminaba a una hiperinflación del 15.000% por año.
O sea que como economista y como argentino, conozco en carne propia cómo jugar con fuego, puede extraviar a un país de las vías del progreso y robarle 100 años de historia. Por eso, hace algunos meses en Davos, me pregunté ¿cómo puede ser que desde la academia, los organismos internacionales, la política y la teoría económica, se demonice un sistema económico que ha sacado de la pobreza más extrema al 90% de la población mundial? ¿Por qué Occidente quiere renunciar por su propia cuenta a los principios y creencias que lo hizo llegar adonde llegó? ¿Y por qué insiste con experimentos para los cuales hay ejemplos históricos de su fracaso, como es el caso de la Argentina?
Claro que cuando hablamos de Davos no hablamos de cualquier foro. Se trata quizás de la institución global que ha tenido mayor influencia en orientar la dirección política y económica, tanto de naciones como corporaciones, sociedades y organizaciones no gubernamentales a lo largo de los últimos 40 años. Pero ocurre que quienes lideran Occidente se han olvidado de una verdad elemental, y es responsabilidad moral de quienes aún la recordamos, defenderla y declamarla: y esa verdad ineludible es que la libertad económica en búsqueda del interés individual produce beneficios colectivos; y que, por lo tanto, el empresario que arriesga capital en pos de una ganancia es un benefactor social.
Porque en un sistema que garantiza las instituciones clásicas del liberalismo – la propiedad privada, los mercados libres de intervención estatal, la libre competencia, la división del trabajo y la cooperación social – la única forma de ser exitoso es sirviendo al prójimo con bienes o servicios de mejor calidad o mejor precio.
Sin embargo, quienes conducen las principales naciones y organizaciones de Occidente no dan suficiente crédito a esta idea, y miran la economía desde un marco teórico que cree que el mercado es imperfecto, que produce “fallos” y que requiere de la intervención estatal para perfeccionarlo. El problema de esta concepción, es que justifica intervenciones que traen más problemas que beneficios, y atentan contra el crecimiento económico. Porque no solo no resuelven el problema que pretendían resolver, sino que obstruyen lo que Hayek llamaba el “proceso de descubrimiento”.
El mercado, presuponiendo la libre competencia y un sistema de precios libres con señales claras, constituye un mecanismo de extracción y transmisión de información en el que, a mayor libertad, mejor funcionamiento.
O sea que el mercado libre es un proceso de descubrimiento en el cual el capitalista encuentra sobre la marcha el rumbo correcto, en la búsqueda constante por ofrecer bienes y servicios de mejor calidad o mejor precio.
Quienes bregan por el intervencionismo no solo impiden el funcionamiento virtuoso del mercado sino que encima se felicitan a sí mismos e intercambian medallas de responsabilidad social en pomposas ceremonias; mientras que terminan promoviendo una agenda de valores que le abre la puerta poco a poco al socialismo y la miseria.
Esta forma de entender los mercados es también la que está detrás de un fenómeno que ya ha trascendido la moda, y se ha vuelto un mandato en la cultura occidental, que me quiero tomar un momento para comentar. Hablo de una cultura autorepresiva y autoflagelante que se ha difundido en el mundo corporativo, en el mundo periodístico, en el mundo de la educación y en el mundo del entretenimiento.
Una cultura donde producto de distintos tipos de coacción, todas directa o indirectamente promovidas por el estado, se persigue al privado para que se someta a mandamientos de supuesta moral, en cuestiones como el género, la cuestión racial o la cuestión ambiental, que muchas veces terminan atentando directamente contra la libertad y la capacidad de las empresas para generar riqueza.
Se trata de conceptos que llevan al absurdo de castigar el mérito para premiar la diversidad, de regular la libre circulación de ideas para evitar ofender a algunas pocas almas sensibles, de demonizar el optimismo tecnológico por miedo al cambio climático. Son ideas y conceptos que castigan la ambición y premian la mediocridad. Que castigan el riesgo y premian el conservadurismo.
En definitiva, son ideas que promueven pasiones tristes y bregan para que seamos versiones cada vez más pequeñas de nosotros mismos. Cuando son precisamente la innovación, la ambición, incluso la codicia en la acción humana, las que impulsaron el desarrollo de nuestra especie. O sea: como civilización, habiendo visto de qué somos capaces, estamos eligiendo desconfiar de nuestra propia capacidad, negar nuestra propia virtud, nuestra propia identidad y cometer lo que es, a todas luces, un suicidio colectivo.
Hoy, ya demasiado tarde en algunos lugares, vemos con horror los frutos que empiezan a dar estas ideas. Por ejemplo esta semana aquí mismo, en Estados Unidos, con las decenas de miles de jóvenes a lo largo y a lo ancho de los campus universitarios, reivindicando el terrorismo islámico y promoviendo el antisemitismo. O sea, literalmente, la futura élite de Occidente enemistada con su propia cultura.
Marx decía, en ese panfleto detestable que escribió con Engels, que el capitalismo llevaba en sí el germen de su propia destrucción. Esperemos que, como con el resto de las cosas que escribió, haya estado equivocado.
Ahora, no se equivoquen. Yo sí creo que el sector privado tiene un mandato de responsabilidad social muy claro. Pero no tiene que ver con hacerse el moralista o el culposo. La verdadera responsabilidad social del empresario es un efecto natural del funcionamiento libre de su propia actividad económica: el mandato de producir bienes y servicios de mejor calidad o mejor precio.
Ese mandato redundará en la generación de mercados más competitivos, con sociedades mejor satisfechas y, en última instancia, no solo satisface demandas sino también ensancha los horizontes de lo que el hombre quiere y puede hacer, a través de la innovación tecnológica.
O sea que ese mandato redundará al final del día, en una tendencia a la excelencia humana y al enaltecimiento de nuestra especie. No es un mandato de moralina superficial que se cumple regulando el libre mercado. Es un mandato de gloria que se cumple desatándolo. Por el contrario, cuando el afán de algunos por regular obtura la pulsión humana de crear, y la ata de manos, estamos ante un problema.
Porque construir un futuro prometedor para la especie es imposible si hay ideas buenas que, no importa lo buenas que sean, son consideradas demasiado heréticas para ser exploradas.
Porque construir un futuro prometedor para la especie es imposible si sacrificamos el mérito, la competencia y los resultados, en el altar de la diversidad. Dado que fueron precisamente la libre circulación de ideas, y un sistema de incentivos que promueve el esfuerzo y el mérito, los pilares sobre los que se construyó Occidente.
Entonces quiero hoy reivindicar las grandes ambiciones de nuestra especie y nuestra civilización. Desde que existen los mercados libres hemos cruzado frontera tras frontera. Hemos sacado al mundo entero de la pobreza en 250 años. Hemos puesto hombres en la luna y ahora miramos a Marte. Y lo hemos hecho gracias a la ambición, la creatividad y el optimismo de hombres como ustedes, que se asociaron entre sí en pos de la búsqueda de la propia felicidad.
No tenemos que perder la fe en esa ambición primal que los humanos tenemos como guía. Somos una especie de exploradores, de creadores, de inventores. No de burócratas. Y es el empresario-aventurero, no el burócrata de escritorio, la clase de hombre que encarna en el presente esta cualidad atemporal del espíritu humano.
Por eso, no quiero dejar de celebrar el esfuerzo de mi amigo Elon Musk por pisar Marte. Porque entendemos que la exploración espacial está a la altura de nuestro destino como especie exploradora, demasiado grande para estar confinados a este planeta.
Tenemos la obligación moral de proteger los pilares que hicieron posible todo este edificio de ambiciones, logros y sueños. Esos pilares sobre los que está edificada la historia del progreso humano son la defensa de la vida, de la libertad y de la propiedad. Si los olvidamos, o los damos por sentados, corremos el riesgo de perderlo todo.
Miro a la Argentina, con todos los cambios que estamos emprendiendo, y veo que estamos a contramano del mundo. Porque mientras en el resto del mundo las ideas de la libertad están bajo asedio, en la Argentina se erige una fe renovada en ellas. Mientras Occidente gira hacia el control y hacia la imposición, la Argentina gira hacia la confianza en sus ciudadanos en el ejercicio de su libertad. Mientras Occidente gira hacia el déficit, la burocracia y el Estado entrometedor, Argentina gira hacia la austeridad, hacia el ahorro y retira al Estado de la actividad económica. Mientras Occidente gira hacia el chamanismo económico, y hacia formatos insostenibles de heterodoxia que ponen en peligro el futuro de todos, la Argentina vuelve al sendero de la razón. Y lo hace con amplio apoyo en todos los estratos de la sociedad. Porque después de décadas de recesión en Argentina, el consenso pro-capitalista es transversal a la sociedad.
Por eso estamos pudiendo hacer el ajuste del Estado más rápido y más grande de la historia de la humanidad, sin perder un solo apoyo en el camino. Esto es porque la sociedad entendió que vale la pena hacer el esfuerzo que requiere dar un cambio de rumbo. El modelo del “Estado grande” es una cárcel, y la sociedad argentina lo entendió.
Por eso apoya la ley que estamos impulsando en el Congreso, que es el proyecto de reforma del Estado, tributaria, fiscal y regulatoria más importante de los últimos 150 años. ¿Cómo puede ser que la fuerza política en mayor minoría parlamentaria de la historia democrática, en un contexto de penuria económica total, pueda impulsar la reforma más ambiciosa de la que se tenga memoria y lo haga con apoyo popular? Porque la sociedad argentina exige un cambio de rumbo profundo y urgente para volver a abrazar las ideas de la libertad.
Cuando tomamos el timón del Estado y de la economía argentina en diciembre, anunciamos desde el primer día que con nosotros se acababa el déficit y, en consecuencia, se acababa la emisión monetaria y la inflación.
El establishment no nos quiso dar crédito y se dijeron muchas cosas. Se dijo que hacer un ajuste de más de un punto del PBI era imposible. Se dijo que tener déficit cero en el primer año era imposible. Se dijo que una política de tasas bajas no serviría para reducir la inflación. Pero hemos desafiado estos pronósticos y estamos cumpliendo nuestros objetivos.
En tan solo 5 meses logramos el primer trimestre con superávit fiscal y financiero en el sector público nacional luego de 20 años, habiendo heredado de la administración anterior un déficit consolidado de más de 15 puntos del producto entre déficit del tesoro y déficit del Banco Central; lo cual es, sin exagerar, una hazaña de proporciones históricas a nivel mundial. Bajamos drásticamente el gasto público reduciendo en un 76% las transferencias discrecionales a los estados provinciales, ajustando en un 87% la obra pública, eliminando el 50% de los cargos políticos, cerrando organismos innecesarios y eliminando la pauta publicitaria.
Frenamos en seco el financiamiento del tesoro con emisión monetaria; y producto del ancla fiscal y monetaria, la inflación empezó a bajar y sigue bajando semana a semana desde hace 4 meses. En simultáneo, llevamos adelante una política de baja sistemática de tasas sin que el tipo de cambio ni la inflación se disparen, lo cual todo el establishment juraba era imposible. Y todo esto lo hemos hecho con toda la política, la mayoría del periodismo y una buena parte del poder económico prebendario en contra, y sin los recursos jurídicos que le solicitamos al Congreso y con los que todos los presidentes de los últimos años han contado. Lo cual es esperable en parte, porque por cada partida presupuestaria que recortamos hay un privilegio o negocio que le estamos quitando a algún político o a algún amigo. Pero así, aún ante semejante adversidad, estamos cumpliendo y los resultados acompañan.
Todavía queda mucho trabajo por delante, pero tenemos un rumbo en el cual la mayoría de los argentinos confía, y un plan para lograrlo. Tenemos por norte achicar al Estado para agrandar a la sociedad, tendiendo a un gasto público consolidado del 25% del PBI. 10 puntos menos que el de los Estados Unidos y la mitad del de Francia, para tener punto de comparación. Tenemos por norte devolverle a los argentinos cada peso que ahorremos, primero eliminando la inflación y luego, el día de mañana, reduciendo los impuestos. Y tenemos por norte desarmar la maraña de regulaciones en la que se ha convertido la Argentina, para liberar la actividad económica y desatar su fuerza productiva. Por eso hemos sancionado una orden ejecutiva adonde derogamos más de 350 leyes. Por eso estamos impulsando una ley que contiene reformas en el plano fiscal, laboral, previsional y tributario, incluyendo un régimen de promoción de crédito para grandes inversiones.
En total, entre ambos instrumentos habremos introducido cerca de 700 reformas estructurales en los primeros cinco meses de gobierno. Un programa de reformas 7 veces más grande que la reforma del Estado impulsada por el presidente Carlos Menem a principios de los 90, el último gran proyecto liberal que tuvo la Argentina.
En otras palabras, estamos haciendo realidad el programa reformista más ambicioso de los últimos 150 años. Porque la única manera de sacar al 60% de los argentinos de la pobreza es con crecimiento económico y solo hay crecimiento económico con libertad. No hay otra manera.
Para nosotros la única tarea del Estado es proteger la vida, la libertad y la propiedad de los argentinos, para que cada uno pueda ser arquitecto de su propio destino. Esta es nuestra visión. Es una visión parecida a la que sostuvieron todos los países prósperos de Occidente en los momentos grandes de su historia.
La tarea del Estado no es poner plata inventada en el bolsillo de la gente, sino asegurar las condiciones macroeconómicas y jurídicas para que el sector privado pueda desarrollarse por su cuenta. Un Estado que vela por la vida, la libertad y la propiedad de los individuos; y un sector privado pujante que arriesga, apuesta por el país y genera riqueza. Nosotros establecemos las bases. El sector privado se encarga del resto.
Por eso, a esta presentación de quiénes somos y qué queremos para nuestro país que les he traído hoy, le quiero agregar una invitación. Tanto a todos ustedes como también a sus pares del mundo y de la Argentina.
Después de décadas de estancamiento, la Argentina tiene todo dado para emprender un proceso de convergencia económica que nos coloque a la par de las grandes potencias del mundo. La convergencia económica se da cuando los países que tienen menores ingresos per cápita crecen más rápido que los más desarrollados hasta el momento en que logran alcanzarlos. ¿Por qué? Porque somos desde hace décadas una olla a presión, hirviendo con la tapa cerrada. Lo único que hay que hacer es destaparla y reanudar lo que Hayek llamaba la tarea del mercado como proceso de descubrimiento.
Para nosotros, reanudar ese proceso de descubrimiento va a generar un salto de crecimiento brutal, porque las posibilidades de crecimiento tienden a ser mayores cuanto más extensas sean las capacidades subutilizadas de un país. Desde este punto de vista, si en un país la utilización efectiva de sus recursos fue impedida durante décadas, y de un día para el otro se normaliza, lo lógico es esperar tasas de crecimiento enormes, proporcionales a todo lo que hay por explotar. Por eso la baja capitalización de la economía fruto de 20 años de un populismo empecinado en destruir el capital, va a generar oportunidades de inversión enormes para aquellos que apuesten por el país.
Por lo tanto, Argentina no solo podría mostrar altas tasas de crecimiento como consecuencia de las oportunidades por descubrir dado su bajo nivel de desarrollo, sino que además, ante la brutal destrucción de capital ocurrida en el pasado, ello daría un enorme retorno con solo poner en marcha las ideas y proyectos ya descubiertos pero entorpecidos por capas de regulaciones innecesarias. Así, mediante la recomposición del ahorro fiscal, una drástica reducción de la carga tributaria, y afianzando el respeto por los derechos de propiedad, haremos que alcanzar el desarrollo deje de ser un sueño, para volverse una realidad.
Hoy está acá para decirles que Argentina está preparada para ese enorme desafío. Estoy convencido, sin la más mínima duda, que Argentina tiene todas las condiciones para ser la nueva meca de Occidente. Es un país seguro, alejado de cualquier frontera conflictiva, en un mundo que cada día se aleja más de la paz. Es un país abierto a entablar relaciones comerciales con todo el mundo, que es además la mayor garantía posible para perpetuar la colaboración y alejarse de la guerra.
Tenemos ventajas comparativas en donde elijamos mirar. Tenemos la tierra más fértil del mundo, fuimos revolucionarios en siembra directa, y con uno de los sectores agroindustriales más desarrollados del mundo. Tenemos una cordillera rica en litio, plata, oro y cobre. Minerales que la economía global necesita y que por negligencia, falta de inversión, y falta de ambición, nos hemos resistido a explotar.
Tenemos un mar abundante en recursos ictícolas. Tenemos una conexión directa con la próxima frontera humana, que es la Antártida. Y tenemos una concentración de diversidad geográfica y ecológica de la cual solo 2 o 3 países del mundo podemos hacer alarde; con montaña, con desierto, con glaciar, con bosque, con selva, con playa, con altiplano, con lagos, esteros, estepas y vastas llanuras que se pierden en el horizonte.
Y tenemos también la ventaja comparativa más importante de todas: capital humano de primera categoría. Recursos formados en universidades locales que son líderes de la región. El país con más premios Nobel de Latinoamérica, y al mismo tiempo, el país con más unicornios per cápita de la región. Y, esto no es menor, ya que se trata de ciudadanos entrenados al calor de una vida entera de volatilidad económica.
¿Cómo va a haber otro pueblo mejor preparado que el argentino, si al argentino nunca le quedó más alternativa que vivir escapándole al asedio del Estado para poder vivir en paz? Y hoy, por primera vez en 150 años, y a contramano de un mundo cada vez menos libre, la Argentina se convierte día a día en un país más libre. Por primera vez en 150 años estamos generando las condiciones para convertir todos los dones que Dios nos dio, en una promesa de prosperidad. La tarea del capitalista es descubrir. La tarea de la humanidad misma es descubrir.
Y son las naciones como la nuestra que nacen de ese espíritu de descubrimiento las que mejor lo encarnan. No es casualidad que las economías más dinámicas de Occidente en los últimos 100 años hayan sido las americanas, con los Estados Unidos a la cabeza. No es casualidad que el foro de los burócratas se realice en Europa y el foro de los descubridores se realice aquí en América. Tenemos espíritus distintos.
La Argentina hoy sigue siendo un país, una nación, un pueblo, ávido por descubrir y ser descubierto, como lo fuimos a fines del siglo XIX. Y estamos listos, ya comenzamos la carrera para emprender un salto cuántico en materia de producción y desarrollo. La ventana de oportunidad para esta nueva fiebre del oro no será eterna. Es hoy. Es ahora.
Por eso les digo también a los empresarios argentinos: no se duerman en sus laureles, porque encontrarán que hay actores de afuera con más capital y mayor capacidad de asumir riesgo, dispuestos a hacer las inversiones que el país necesita. En esta nota, quiero finalizar invitando a todos los aquí presentes, que son los héroes de la historia del progreso de la humanidad, a que si creen como yo, en la superioridad del capitalismo de libre empresa; que si creen como yo, que Occidente se encamina a un lento pero seguro retroceso; que si creen como yo, que el mérito, la ambición, la libertad, la innovación y el optimismo son valores esenciales de la especie humana que deben ser premiados; quiero invitarlos a que apuesten por Argentina.
Ayúdenme, ustedes, que son el progreso humano encarnado, a hacer de la Argentina la nueva Roma del siglo XXI. A hacer de la Argentina una tierra de oportunidades para todos aquellos que estén dispuestos a habitar nuestro suelo. Son ustedes lo que pueden demostrarle a los burócratas del mundo que están destruyendo Occidente, que las ideas de la libertad son la única forma de alcanzar la prosperidad. Apuesten por Argentina y escribamos juntos un nuevo capítulo en la historia del progreso de Occidente.
¡Viva la libertad, carajo! Muchas gracias.
Que Dios bendiga a los argentinos. Y que las fuerzas del cielo nos acompañen”.