Una consigna que atraviesa la vida eleva la vara y orienta la acción.

Quizás no se reflexiona lo suficiente sobre este asunto, pero existe una misión inexorable que está implícita a lo largo de los años y en diferentes planos de la dinámica humana. Tiene que ver con dejar un legado significativo y al mismo tiempo con una mirada moral sobre el propósito final de la existencia.

Lamentablemente algunos ceden ante los perversos estímulos que trae consigo la conflictividad eterna convirtiendo su trayecto terrenal en una lucha inercial dedicada a tener la razón en cualquier discusión sin medir las potentes repercusiones de esa actitud.

Esa postura contrasta con la fabulosa experiencia que implica dudar y revisar visiones en todo momento. La posibilidad de replantear cada formulación abre puertas impredecibles e invita a un proceso evolutivo tan maravilloso como desafiante.

Estar dispuesto a ese recorrido es asumir una cuota importante de humildad intelectual que debería ser enaltecida en vez de duramente cuestionada. Las vacilaciones, en muchas ocasiones consideradas como un síntoma de debilidad, son sólo etapas de un pensamiento abierto que tendría que ser apreciado en su justa dimensión.

A veces la vehemencia se confunde con necedad, cuando en realidad la tozudez no tiene que ver con las formas sino con la falta de plasticidad para registrar los errores propios y girar con velocidad cuando las circunstancias lo ameritan.

En ese contexto, alguna gente no logra valorar el poderoso efecto de influir en los demás de un modo positivo. Ayudar a otros individuos a ser mejores no es una opción para evaluar sino la más virtuosa conducta que se puede ofrecer a la comunidad en la que se habita.

Contagiar las ideas correctas y contribuir con su análisis pormenorizado es un aporte de enorme trascendencia. Sirve y mucho en el ámbito familiar, pero también en facetas como lo profesional y político, lo económico y social.

Los verdaderos influyentes son los que moldean a una civilización. Cuando los principios vigentes son los inadecuados las mayorías imponen parámetros éticos impropios con las consecuencias naturales que se derivan de su aplicación cotidiana. Nada bueno sucederá cuando esa regla se naturaliza sin frenos.

Lo opuesto ocurre cuando se adhiere a los preceptos que sostienen el progreso. La ambiciosa promoción del mérito, el esfuerzo y la perseverancia dan soporte a los buenos augurios tal vez de mediano plazo, menos mágicos, pero abrumadoramente consistentes.

Ese camino es una elección vital. Difundir buenas prácticas o fomentar las más indecentes es el dilema de fondo. Por obvio que parezca, todavía la humanidad tiende a normalizar lo indebido, con cierta dosis de resignación y un proceder cómplice tan cobarde como inaceptable.  

Lo más importante es comprender que ese rol de incidir sobre el resto debe ser universal y no es responsabilidad exclusiva solo de los que tienen más chances de llevarlo a la práctica. En cada anillo social se puede implementar a escala ese esquema, aun cuando emerja como poco relevante. Cambiar el metro cuadrado en la dirección adecuada es un mandato irrenunciable.

Claro que algunos tienen más peso estratégico por su función específica y la amplificación de la palabra que viene de la mano de sus tradicionales trincheras. Un docente, un periodista, un líder en casi cualquier rubro dispone de una tribuna privilegiada que garantiza una llegada superior en términos relativos.

En esos casos la tarea que cabe es aún mayor. Ellos pueden expandir sus concepciones concitando una atención de más alto impacto. No hay que confundir tampoco la posición base o la magnitud del auditorio con la capacidad de persuadir a los más. Son aspectos que no necesariamente están conectados, aunque podrían estarlo.

Es cierto que algunos actores por su perfil profesional tienen el don de comunicar, la formación didáctica, la información puntual y hasta la vocación para trasladar perspectivas y eso, indudablemente otorga ventajas considerables que no deben ser despreciadas.

De hecho, los que están frente al aula, los que tienen acceso a las cámaras o a los micrófonos de los medios de comunicación, los dirigentes políticos, los conductores de instituciones públicas y privadas, han sido, y siguen siendo, los grandes divulgadores. Ellos con un sesgo mayoritario, absolutamente indisimulable, conforman estamentos que han sido completamente cooptados por ideas que exhibieron su ineficacia con creces en el presente. Esto no es una opinión, sino una constatación que fácilmente puede ser verificada con múltiples datos que corroboran esta historia muy contundente.

Más allá de lo anterior, todos los ciudadanos deberían hacerse cargo de la tarea que les toca en suerte en esta materia, especialmente cuando el destino de su entorno depende en buena medida del éxito de esa labor, admitiendo además que cuando se hace bien trae resultados y cuando se omite o se encara de mal modo, los desastres están a la vuelta de la esquina.

Es hora de admitir el vínculo entre tomar la posta haciendo algo al respecto y desentenderse para que otros hagan de las suyas y empeoren el cuadro original. Todo lo que sucederá tiene mucho que ver con el comportamiento presente. Aceptarlo es central y liderar esos postulados hace la diferencia, aunque muchos prefieran mirar al costado.

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