Había una vez un país donde cada vez que llegaba un nuevo presidente, elegía a un señor muy importante para que hablara con los periodistas. Este señor tenía una tarea especial: contarles solo algunas cosas y guardarse otras en secreto.

Los periodistas, que siempre querían noticias nuevas, hacían un trato con él. Si hablaban bien del presidente, él les daba información exclusiva y, a cambio, ellos recibían dinero para sus diarios y programas.

Pero había otro secreto: muchas empresas también le daban dinero a los periodistas para que hablaran de ellas. Todo estaba organizado como un gran club donde los amigos se ayudaban entre sí. Cuanto más amigo eras, más dinero recibías y más fácil era tu vida.
Ocultarle todo al pueblo te daba más estatus y distinción.

Todo iba viento en popa hasta que un día llegó un nuevo presidente y dijo:

—¡Basta de secretos! Ahora todos se enterarán de las noticias al mismo tiempo gracias al Vocero. Porque me da igual lo que piensen de mi. Ah! Y mis ideas libres las voy a contar yo mismo en mis redes.

Los periodistas no podían creerlo. Se miraban unos a otros, preocupados. Se les caían los pelos de los nervios y los dedos se les estiraban como babas furiosas sobre los teclados. “¡Que barbaridad!! ¡Que gritón!!”, escribían indignados los más sapos.

Desde ese día, en aquel nuevo país, las camisas blancas tapaban las cámaras y los sobres marrones decían: “¡Yo no fui!”

Y así, los niños de ese país aprendieron que la verdad siempre encuentra la forma de brillar, aunque algunos traten de esconderla.

Dulces sueños amiguitos.

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