Cap IV. Teatro, Bellas artes
El capítulo “Teatro y Bellas artes” de “Lo que se ve y lo que no se ve” de Frederic Bastiat es un texto que recomendó Tincho Pascual hablando del Cine Argentino en X
IV. Teatro, Bellas Artes
¿Debe el Estado subvencionar las artes?
Hay en efecto mucho que decir a favor y en contra.
A favor del sistema de subvenciones, puede decirse que las artes extienden, elevan y poetizan el alma de una nación, que arrancan de las preocupaciones materiales, le dan el sentido de lo bello, y actúan favorablemente en sus maneras, sus costumbres, sus hábitos e incluso su industria. Podemos preguntarnos dónde estaría la música en Francia, sin el Teatro-Italiano y el Conservatorio; el arte dramático, sin el Teatro-Francés; la pintura y la escultura, sin nuestras colecciones y museos. Se puede ir aún más lejos y preguntarse si, sin la centralización y en consecuencia la subvención de las bellas artes, ese gusto exquisito se hubiera desarrollado, que es el noble patrimonio del trabajo francés e impone sus frutos al universo entero. En presencia de tales resultados, ¿no sería una gran imprudencia renunciar a esta módica cotización de todos los ciudadanos que en definitiva, hace, en medio de Europa, su superioridad y su gloria?
A estas razones y a bastantes otras, de las que yo no pongo en duda su fuerza, podemos oponer otras no menos poderosas. Hay, para empezar, podríamos decir, una cuestión de justicia distributiva. El derecho del legislador, ¿puede reducir el salario del artesano para constituir un beneficio extra para el artista? El Sr. Lamartine decía: Si suprimís la subvención de un teatro, ¿dónde os pararéis en esta vía?, ¿no seréis lógicamente llevados a suprimir vuestras Facultades, vuestros museos, vuestros Institutos, vuestras Bibliotecas? Podría respondérsele: Si usted quiere subvencionar todo lo que es bueno y útil, ¿dónde se parará usted en esa vía? ¿no será usted lógicamente llevado a constituir una lista civil de la agricultura, la industria, el comercio, la beneficencia, la instrucción? De hecho, ¿es cierto que las subvenciones favorecen el progreso del arte? Es ésta una cuestión lejos de estar resuelta, y vemos con nuestros propios ojos que los teatros que prosperan son los que viven de su propio funcionamiento.
En fin, elevándose a más altas consideraciones, puede observarse que las necesidades y los deseos nacen los unos de los otros, y se elevan hacia cimas cada vez más puras, a medida que la riqueza del público permite satisfacerlas; que el gobierno no tiene por qué inmiscuirse en esta correspondencia, ya que, en un estado dado de la riqueza actual, no sabría estimular, mediante impuestos, las industrias del lujo sin afectar a las de primera necesidad, interviniendo así en la marcha normal de la civilización. Puede observarse que los desplazamientos artificiales de necesidades, gustos, trabajo y población, ponen a los pueblos en una situación precaria y peligrosa, que no tiene una base sólida.
He ahí algunas de las razones que alegan los adversarios de la intervención del Estado, en lo que concierne el orden en el que los ciudadanos creen deber satisfacer sus necesidades y deseos, y en consecuencia dirigir su actividad. Yo soy, lo confieso, de los que piensan que la elección, el impulso debe venir de abajo, y no de arriba, de los ciudadanos, no del legislador; y la doctrina contraria me parece conducir a la eliminación de la libertad y de la dignidad humana.
Pero, por una deducción tan falsa como injusta, ¿saben de qué se acusa a los economistas? De, cuando rehusamos la subvención, rechazar la cosa misma que se subvenciona, de ser enemigos de todo tipo de actividad, porque queremos que esas actividades sean, por una parte, libres, y por otra, que ellas busquen en sí mismas su recompensa. Así, ¿que pedimos al Estado que no intervenga, vía los impuestos, en materia religiosa? somos ateos; ¿que pedimos que el Estado no intervenga, vía impuestos, en la educación? odiamos las Luces; ¿que decimos que el Estado no debe dar, por los impuestos, un valor ficticio al suelo, o a una industria dada? somos enemigos de la propiedad y del trabajo; ¿que pensamos que el estado no debe subvencionar a los artistas? somos unos bárbaros que juzgamos las artes inútiles.
Protesto aquí con todas mis fuerzas contra estas deducciones.
Lejos de pensar que deberíamos reducir la religión, la educación, la propiedad, el trabajo y las artes cuando pedimos que el Estado proteja el libre desarrollo de todos estos órdenes de la actividad humana, sin les subvencionar unos a expensas de otros, creemos por contra que todas las fuerzas vivas de la sociedad se desarrollarán armoniosamente bajo la influencia de la libertad, que ninguna de ellas será, como lo vemos hoy en día, una fuente de problemas, de abusos, de tiranía y de desorden.
Nuestros adversarios creen que una actividad que no sea subvencionada ni reglamentada es una actividad condenada. Nosotros creemos lo contrario. Su fe es en el legislador, no en la humanidad. La nuestra es en la humanidad, no en el legislador.
Así, el Sr. Lamartine decía: «En nombre de este principio, habría que abolir las exposiciones públicas que hacen el honor y la riqueza de este país.»
Yo contesto al Sr. Lamartine: «Desde su punto de vista, no subvencionar es abolir, porque, partiendo del hecho de que nada existe si no es por voluntad del Estado, usted concluye que nada vive salvo lo que los impuestos hacen vivir. Pero yo vuelvo contra usted el ejemplo que ha escogido, y le hago observar que la más grande, la más noble de las exposiciones, y la que ha sido realizada en la mentalidad más liberal, la más universal, y hasta podría decir, sin exagerar, humanitaria, es la exposición que se prepara en Londres, la única en la que ningún gobierno se mete y que ningún impuesto subvenciona.»
Volviendo a las bellas artes, se puede, repito, alegar a favor y en contra del sistema de subvenciones poderosas razones. El lector comprenderá que, de acuerdo con el objetivo social de este escrito, no tengo por qué exponer estas razones ni decantarme por una de ellas.
Pero el Sr. Lamartine ha puesto de relieve un argumento que yo no puedo silenciar, ya que entra en el preciso ámbito de este estudio económico. Ha dicho:
La cuestión económica, en materia de teatros, se reduce a una sola palabra: El trabajo. Poco importa la naturaleza de este trabajo, es un trabajo tan fecundo, tan productivo como todo tipo de trabajo en una nación. Los teatros, saben ustedes, no alimentan, no pagan salarios, en Francia, a menos de ochenta mil obreros de todo tipo, pintores, constructores, decoradores, costureros, arquitectos, etc., que son la vida misma y el movimiento de varios barrios de esta capital, y, a justo título, ¡deben recibir su simpatía!
¡Su simpatía! — tradúzcase: sus subvenciones.
Y aún más: Los placeres de París son el trabajo y el consumo de los departamentos, y los lujos del rico son el salario y el pan de doscientos mil obreros de toda clase, que viven de la tan diversa industria de teatros sobre la superficie de la República, y reciben de esos placeres nobles, que instruyen a Francia, el alimento para su vida y las necesidades de sus familias e hijos. Es a ellos a los que dais los 60,000 francos. (¡Muy bien! ¡muy bien!, numerosas manifestaciones de aprobación)
Yo estoy obligado a decir: ¡muy mal! ¡muy mal! restringiendo, por supuesto, el alcance del juicio al argumento económico del que es aquí cuestión.
Sí, es a los obreros del teatro que irán, al menos en parte, los 60,000 francos de los que se trata. Algunas migajas podrán apartarse del camino. Incluso, si escrutamos de cerca la cosa, quizá descubramos que el pastel tomará otro camino; ¡felices los obreros si les quedan aunque sea unas migajas! Pero admitamos que la subvención entera irá a los pintores, decoradores, costureros, peluqueros, etc. Esto es lo que se ve.
Pero, ¿de dónde viene? he aquí el reverso de la cuestión, tan importante su examen como el del anverso. ¿Dónde está la fuente de los 60,000 francos? Y, ¿a dónde irían, si un voto legislativo no los dirigiera primero a la calle Rivoli y de ahí a la calle Grenelle? Esto es lo que no se ve.
Seguramente nadie osará sostener que el voto legislativo ha hecho nacer esta suma de la urna del escrutinio; que es una pura suma hecha a la riqueza nacional; que, sin ese voto milagroso, esos sesenta mil francos habrían sido por siempre jamás invisibles e impalpables. Hay que admitir que todo lo que ha podido hacer la mayoría, es decidir que serán cogidos de un sitio para ser enviados a otro, y que no tendrán esa destinación más que porque son desviados de otra.
Siendo así la cosa, está claro que el contribuyente al que se le ha cobrado un impuesto de 1 franco, no dispondrá de ese franco. Será privado de una satisfacción en la medida de un franco, y el obrero, el que sea, que la habría procurado, será privado en la misma medida de su salario.
No nos hagamos pues la pueril ilusión de creer que el voto del 16 de Mayo añade lo que sea al bienestar y al trabajo nacional. Desplaza los disfrutes, desplaza los salarios, eso es todo.
¿Se dirá que sustituye un género de satisfacción y de trabajo por satisfacciones y trabajos más urgentes, más morales, más razonables? Yo podría luchar en este terreno. Yo podría decir: Quitando 60,000 francos a los contribuyentes, ustedes disminuyen los salarios de agricultores, obreros, carpinteros, herreros, y aumentan otro tanto los salarios de cantantes, peluqueros, decoradores y costureros. Nada prueba que esta última clase sea menos interesante que la otra. El Sr. Lamartine no responde. Dice que el trabajo de los teatros es tan fecundo, tan productivo (y no más) como cualquier otro, lo que podría ser rebatido; ya que la prueba de que el segundo no es tan productivo como el primero es que éste es obligado a subvencionar aquél.
Pero esta comparación entre la valor y el mérito intrínseco de las diversas formas de trabajo no entra en mi presente tesis. Todo lo que tengo que hacer aquí es mostrar que si el Sr. Lamartine y las personas que han aplaudido su argumentación han visto, con el ojo izquierdo, los salarios ganados por los proveedores de los comediantes, deberían haber visto, con el ojo derecho, los salarios perdidos por los proveedores de los contribuyentes; y por no haberlo hecho, se han expuesto al ridículo de tomar un desplazamiento por una ganancia. Si fueran consecuentes con su doctrina, pedirían subvenciones hasta el infinito; ya que lo que es cierto para un franco y para 60,000, es cierto, en idénticas circunstancias, para un millardo de francos.
Cuando se trata de impuestos, señores, prueben su utilidad con razones de fundamento, pero no con este desafortunado aserto: «Los gastos públicos hacen vivir a la clase obrera.» Contiene el error de disimular un hecho esencial, a saber que los gastos públicos sustituyen siempre a gastos privados, y que, en consecuencia, hacen en efecto vivir a un obrero en vez de a otro, pero no añaden nada al conjunto de la clase obrera. Su argumentación está muy a la moda, pero es demasiado absurda, para que la razón no tenga razón.
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