El riesgo de sobreactuar el enojo
En política, como en la vida, los grandes peligros no siempre provienen de los enemigos declarados, sino de los errores propios. La historia lo enseña con crudeza: los pueblos que, enceguecidos por el enojo, deciden abstenerse o dar la espalda a quienes representan un cambio, terminan abriendo la puerta al retorno de aquello que decían odiar.
Hoy, en Argentina, vemos ese riesgo en carne viva. Muchos, decepcionados o molestos con el gobierno de Javier Milei, eligen no votarlo. No se acercaron a las urnas como un gesto de enojo, una demostración de “desafío” al propio Milei y a su armado político. Pero lo que tal vez no entienden es que esa decisión no es un castigo a un presidente ni a su gabinete: es un castigo a la libertad. Es un regalo envuelto en moño para el peronismo, ese mismo monstruo que tanto daño le ha hecho al país.
La crítica a la “casta” es legítima pero peligrosa si enceguece.
Es cierto que en las listas de La Libertad Avanza aparecieron nombres reciclados, herederos de la misma “casta” que Milei prometió combatir. Es verdad que hay oportunistas que se cuelan en cualquier espacio. Pero incluso reconociendo esa crítica, la pregunta central es otra: ¿acaso tiene sentido destruir al único intento serio de cambio en décadas, solo porque no cumple con una pureza imposible?
Criticar desde adentro es saludable. Retirarse del campo de batalla electoral por enojo es suicida.
En medio de un incendio, ¿qué sentido tiene discutir si el bombero que sostiene la manguera no nos cae simpático o si se equivocó de camino? Lo que importa es apagar el fuego. Si la casa arde, quedaremos todos en cenizas.
Argentina es como un barco, imaginemos la escena: un barco en medio de la tormenta. El capitán grita, es brusco, dice palabrotas, toma decisiones que no siempre agradan. Algunos marineros parecen poco confiables. Los pasajeros, irritados, deciden rebelarse: “¡Que se hunda el barco, así aprende el capitán!”.
¿Quién aprende en realidad? Nadie. Porque cuando el barco se hunde, no se hunde solo el capitán. Se hunden todos.
Esa es la lógica absurda del enojo sobreactuado: creer que al dañar al líder, se preserva al pueblo. Cuando en verdad, al dañar al líder, el pueblo se arrastra consigo mismo al fondo. Y si el timón vuelve a manos de quienes ya lo hundieron antes, el naufragio será inevitable.
La historia está llena de advertencias. En la Alemania de entreguerras, miles de liberales y socialdemócratas, desencantados con la política, eligieron abstenerse o fragmentarse. El resultado fue la llegada del nazismo, un régimen que aplastó toda disidencia y que nunca hubiera triunfado si aquellos sectores hubiesen entendido el valor estratégico de sostener un frente imperfecto. En la Venezuela de los años 90, la apatía y la desilusión frente a partidos tradicionales pavimentaron el camino de Chávez. El enojo de muchos con los errores del presente abrió la puerta al horror del futuro..
Sobreactuar el enojo es un lujo que Argentina no puede permitirse. Porque cada vez que el peronismo vuelve al poder, no lo hace para corregirse, sino para hundir más al país en dependencia, clientelismo y miseria.
Podemos enojarnos, sí. Podemos exigir mayor coherencia, mejores decisiones, más firmeza contra la casta. Pero una cosa es corregir al capitán, y otra muy distinta es romper el timón en plena tormenta.
La rabieta puede sonar heroica en el corto plazo, pero en el largo plazo es suicida.
Argentina está en una encrucijada: elegir entre el esfuerzo imperfecto de un cambio real o el retorno garantizado de la decadencia. Y en esa encrucijada, cada voto cuenta. Quedarse en casa, abstenerse, “castigar” a Milei no es una forma de protesta: es una forma de complicidad con aquello que decimos rechazar.
El enojo es humano. La crítica es necesaria. Pero cuando ambas se transforman en brújula política, suelen guiarnos directo al precipicio. El capitán puede equivocarse, la tripulación puede no convencernos, pero si abandonamos el barco en plena tormenta, no habrá futuro que rescatar.