Oda a la hipocresía (Cuento)
Amo tanto las plantas que, cuando veo una asomándose en un cantero, como quien mira por una ventana, la arranco con un tirón rápido y me la llevo a casa. La planto en una maceta de mi balcón. Amalita dice que soy una tipa espiritual, que nunca vio a nadie tan sensible con la naturaleza. Ella no sabe que las arranco sin piedad para plantarlas en una maceta oscura de mi balcón. Verlas marchitarse me hace sentir viva, porque, mientras ellas se apagan, yo sigo aquí, fuerte, superando a todos los que son como Amalita.
Como toda persona de bien, amo tanto a los niños… Cuando los veo corriendo en el parque, les sonrío y los animo a seguir más rápido. Amalita dice que me brillan los ojos, que tengo un don para conectar con ellos. “Los niños deben correr para crecer fuertes”, le digo, y ella asiente, conmovida por mi ternura. A veces se me cumple el deseo silencioso: los veo tropezar, rodar varias baldosas y buscar a sus cuidadores rengueando con las rodillas coloradas de sangre y lloriqueando. Ese dolor los hará más duros, pienso, mientras yo disfruto viendo cómo aprenden a caerse.
Como toda mujer que sabe de la vida, además de tener buenos modales, amo tanto ayudar a los vecinos… El otro día llevé una sopa a Don Carlos, el viejito del segundo, que estaba resfriado. Amalita casi llora de emoción cuando se lo conté en el centro de jubilados. “Tu generosidad es de otro mundo”, me decían las chicas mientras tuiteábamos insultos a favor del Alcalde. No les conté que la sopa estaba agria, sobrante de hace días, y que la calenté solo para quitármela de encima. Si Don Carlos se sintió peor después, bueno, al menos intenté ayudarlo, no como los otros vecinos que nada hicieron.
Ahora, como se puso de moda el amor por los animales… En el barrio hay un gato flaco que maúlla en la esquina. Le tiré un pedazo de carne el otro día, y Amalita dijo que mi corazón es puro oro. La carne estaba rancia, a punto de pudrirse. Si el gato se retuerce después, es porque no supo cuidarse, ¿no?
Verlo arrastrarse me recuerda que la vida es para los fuertes; si Dios no se encarga de él, por algo será. Igual, doné unos billetes a la asociación de animales y me encargué que todo el centro de jubilados y mis redes lo supiera, porque una tiene que ayudar a quienes más lo necesitan.
Amo tanto compartir… Hoy le dije a Amalita que se venga a tomar el té. Es que me da pena tirar los sanguchitos de la semana pasada; ella nunca come más de dos. Así que fui a comprar tres. Uno, de su gusto favorito, lo dejaré escondido en el cajón del fondo de la heladera; los dos más nuevos los pondré en mi plato y los dos de la semana pasada, en el suyo. Por suerte todavía no llegó, así puedo meterlos todos adentro del paquete y ella creerá que recién lo abro. Seguro me sentiré satisfecha cuando me cuente de su viaje a la chacra, de lo afortunada que es su vida, mientras le cueste masticar el sándwich justo donde está más seco.
No sé por qué me acordé de la otra vez que me pidió que la acompañe a ver vestiditos para sus nietas —esa manía de vestirlas con tul blanco puro cuando son como alimañas toqueteando todo—. Estábamos caminando y Amalita frunció el ceño y me habló toda indignada por un perro que había dejado su marca tres veredas más adelante, justo frente a nuestros ojos. Yo asentí, fingiendo indignación, pero en el fondo pensé lo bien que hace el dueño. Que deje ahí la inmundicia, un soretón bien grande, y que los distraídos aprendan a mirar por dónde pisan. A ver si así dejan de ser tan inocentes.
Amalita no entiende nada. ¿Qué puede entender de la vida una persona que toma té de flores amarillas? Cree que soy un faro de bondad y yo la dejo, porque soy una persona muy respetuosa de la vida, de la libertad y de la propiedad privada de los demás; más ahora, que con Amalita tenemos que apoyar a un Presidente Libertario.